El episodio difundido el viernes pasado, sobre un procedimiento cardiaco practicado al Presidente Andrés Manuel López Obrador, trajo una vez más al debate público cuál debe ser el tratamiento político que se debe dar al estado de salud, física y mental, de quien ostenta la jefatura del Estado.
Para algunos —entre los que se cuentan sus más entusiastas seguidores— se trata de un asunto de “seguridad nacional”, y, por lo tanto, se ha de manejar con discreción, incluso secrecía, para no generar inestabilidad. Para otros, el estado de salud de quien ostenta la responsabilidad política de mayor trascendencia en el país debería ser un asunto tratado de forma transparente, de cara a la sociedad. Este último me parece que es el criterio que debería guiar la conducta presidencial respecto al tema.
Desde que el país se estabilizó, en el periodo postrevolucionario, nunca un presidente mexicano ha dejado el cargo por motivos de salud (el último fue Pascual Ortiz Rubio en 1932) ni ha fallecido durante su mandato (desde Venustiano Carranza, asesinado en 1920). Algunos han entrado a quirófano a una cirugía programada (Díaz Ordaz, Zedillo, Fox, Peña). También está el percance de la caída de bicicleta de Felipe Calderón y sólo en una ocasión, que sepamos, se ocultó una enfermedad grave del presidente en funciones durante la última etapa de su sexenio (López Mateos). En ninguno de los casos anteriores se generó un inconveniente mayor.
Fecha: 26-ene.-22
Autor: Horacio Vives
Medio: La Razón
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